lunes, 16 de diciembre de 2013
Las abuelas son sabias porque cocinan.
¿Qué es cocinar? ¿Integrar, cocer, dorar, freír, calentar?
Propongo una salida nada complicada: cocinar es observar, es detenerse.
La intimidad más grande que puede tener alguien consigo mismo es el momento en que se encuentra solo frente a la olla (ebullendo o no).
La primera impresión que da cocinar es sobre juntar ingredientes, dar sazón o convertir lo crudo en cocido. Tal vez la imagen de la bruja añadiendo ancas de rana, pelos de gato y huesos de murciélago no esté tan alejada de esta visión sobre cocinar como se podría pensar. Cocinar como exorcizar los ingredientes.
Es un exorcismo cuando lo ingredientes brutos, crudos, apestosos son sometidos a un rito para sacar lo mejor de ellos. El pescado crudo es incluso maloliente, pero el cocido es exquisito. El sabor es ese «mejor de ellos» que se echa para afuera. El sazón se trata de saber que rezo decir para hacer salir esa sensación.
A veces me gusta pensar en el cocinar como rezo. Aislarse del mundo y un mismo; repetir una y otra vez enunciados que siempre son los mismos; que se dominan como se domina el caminar: caminando.
Y aunque se parece mucho al rezo, cocinar no es rezar, ni tampoco exorcizar. Las abuelas son sabías porque han tenido un privilegio único: dialogar con la olla, a falta de voluntad de una, el diálogo no puede ser sino con una misma.
Y no, el diálogo no es de la olla consigo misma. Es el diálogo de la abuela con lo que hace con la olla; con lo que mete y saca de ella (misma o de la olla). Es el momento por excelencia para observar en la olla a ninguna otra, sino a sí misma.
No importa si en vez de olla hay sartén; si en vez de pescado hay pollo; si en vez de tu abuela estás tú. Cocinar es cocinar.
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